martes, 16 de febrero de 2010

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Es algo curioso, la mente humana. Una vez Julia dijo, casi seguramente en la fiesta de inauguración de su departamento, “ninguna mujer necesita una oveja, todas queremos un lobo”.  Es cierto, las mujeres solo quieren un lobo, que las asesine, con su mente, con su cuerpo. Que termine con todo los restos de bondad, con los rastros de amor que existen en su mente. Que las aniquile. Por completo. Eso buscan las mujeres. Nadie quiere una oveja, suave, tierna, que sigue a la manada. El lobo sale a cazar. El lobo supera  a la oveja, por lejos, termina con su vida. La mujer rescata a ese lobo, intenta cuidarlo, domarlo, pero sabe, en su interior, que sólo quiere que el lobo la aniquile. Sólo quiere que el lobo sea su verdugo. Las mujeres aman a los lobos, Julia amaba a Javier.  Y no es sólo una mera metáfora. Ocurre en muchos casos, en la mayoría, mujeres que sólo quieren ser asesinadas, y aman escoger el asesino más cruel, más vil, más tortuoso. Cuanto más insensible, mejor. Cuanto más lobo, mejor.
Octavio, oveja fiel, luego de alcanzar el azúcar y pensar en la primera vez que puso sus ojos en Julia, se sentó mirando por la ventana, que daba al balcón, pensando cuántas veces había amado allí a Julia. Siempre la notaba desganada, como preocupada porque alguien los viese.
Por supuesto, pensaba que Javier podía verla, allí, amando a otro hombre. Sería un engaño, a la vista de todos, una infidelidad mayor que cualquier otra existente. Mayor que la que ella cometió contra Octavio. No, Javier jamás podía saber que ella convivía con otro hombre, sería su ruina. Ella sentía que él se sentiría ofendido y que jamás volvería a hablarle. Pero, ¿no sucedía, acaso, que él ya no le hablaba? Sí, pero ella todavía no lo quería ver. Estaba demasiado ciega como para verlo. Pensaba que él nunca estaba en casa, que tenía problemas con el teléfono, que el cartero se había equivocado de dirección, que sus cartas habían regresado al correo de la ciudad. Nunca pensaba que él había decidido, en efecto, tirar sus cartas, colgar cada vez que escuchaba su voz.
-¿Javier?- su corazón latía con más fuerza que nunca. Y allí, en lugar de la voz carrasposa de Javier, sonaba una voz femenina que decía, “Disculpa, Javier está en la ducha, ¿quieres que tome tu nombre?
Grito ahogado. Colgó. Una mujer. ¿Quién era? Justo cuando alguien por fin atendía, ¿tenía que ser una mujer?  ¿Sería su mucama? ¿Su madre? No… Tenía una voz más juvenil. Era una mujer joven, sensual, esbelta, rubia, perfecta, hermosa. Todo lo que Julia no era.
Esa fue la última vez que llamó a Javier. Había comprendido que el hecho de que ella la había atendido era un llamado del destino, que le decía: “basta. Es suficiente. Para.”

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