viernes, 26 de febrero de 2010

5

Octavio, su único refugio, estaba en un congreso en Uruguay cuando el evento ocurrió. Lo llamó, pero la recepcionista del hotel le informó que Octavio estaba en una conferencia y no podía ser molestado.
-Entiendo, por favor. No le diga que yo llamé. Muchas gracias.
No quería que Octavio oliese su debilidad. Estaba muy vulnerable. Oh, lobos, ¿dónde están? Sola, fue a un bar. Allí conoció a César.
Era un hombre mucho más mayor que ella. Unos diez años mayor, pero supo cautivarla al instante. Era un reconocido arquitecto en su ámbito, represas hidroeléctricas. Al menos eso dijo él, ella nunca se preocupó por comprobarlo, no le interesaba. Lo llevó a su guarida de cigarrillos apagados en la pared. Hablaron, se besaron, pero no pasó a mayores. Ella, desilusionada, “olvidó” darle su número y lo acompañó hasta la puerta. Abrió la puerta que daba a la calle con el portero eléctrico y recordó a Javier. Todas sus noches terminaban así. Nunca pasaba la noche en la casa de ella. Ningún hombre lo hacía. Sólo Octavio.
Octavio regresó de su viaje en el Uruguay, encontró colillas de cigarrillo en el tacho de basura del baño. Nunca dijo nada, pero siempre supo que ella le había sido infiel. Pero, lo que él no sabía era que no era solo infiel físicamente, sino también espiritualmente y aún en los momentos más íntimos.
Muchas veces, al hacer el amor con Octavio, Julia cerraba los ojos e imaginaba que Javier la amaba. Era usual, así llegaba a la culminación del acto. Y todo concluía. Octavio no era hombre suficiente como para obligarla a Julia a que lo ayude a tener su orgasmo. Ella tenía el suyo, y todo terminaba. Su rutina era así. Julia se convertía en el lobo, Octavio seguía siendo la oveja. Oveja de un rebaño con una sola oveja y un solo pastor. Pastor guiado por otro pastor, que era su propio líder. Oveja ignorante, pastor enceguecido, pastor orgulloso. Así era la cadena. Inconsistente, incongruente, inmaterial.
Octavio llamó, sigilosamente, al borde del llanto a Julia.
-¿Qué es esto?
- Colillas. ¿No ves?
-¿Tuyas?
El miedo la invadió. ¿Por qué? Nunca lo supo, jamás lo sabrá. Recordó: César.
-No, mías no, de un hombre. Un amigo.
Mintió. ¿Por qué mintió? Ella no amaba a Octavio, entonces, ¿por qué protegerlo de la verdad?
El tema murió allí. Octavio nunca le creyó, pero, como buena oveja, seguía a su pastor, porque sabía que aún en los momentos más terribles sabría guiarlo. ¿Quién iba a decir que las tablas se invertirían?

martes, 16 de febrero de 2010

4


Es algo curioso, la mente humana. Una vez Julia dijo, casi seguramente en la fiesta de inauguración de su departamento, “ninguna mujer necesita una oveja, todas queremos un lobo”.  Es cierto, las mujeres solo quieren un lobo, que las asesine, con su mente, con su cuerpo. Que termine con todo los restos de bondad, con los rastros de amor que existen en su mente. Que las aniquile. Por completo. Eso buscan las mujeres. Nadie quiere una oveja, suave, tierna, que sigue a la manada. El lobo sale a cazar. El lobo supera  a la oveja, por lejos, termina con su vida. La mujer rescata a ese lobo, intenta cuidarlo, domarlo, pero sabe, en su interior, que sólo quiere que el lobo la aniquile. Sólo quiere que el lobo sea su verdugo. Las mujeres aman a los lobos, Julia amaba a Javier.  Y no es sólo una mera metáfora. Ocurre en muchos casos, en la mayoría, mujeres que sólo quieren ser asesinadas, y aman escoger el asesino más cruel, más vil, más tortuoso. Cuanto más insensible, mejor. Cuanto más lobo, mejor.
Octavio, oveja fiel, luego de alcanzar el azúcar y pensar en la primera vez que puso sus ojos en Julia, se sentó mirando por la ventana, que daba al balcón, pensando cuántas veces había amado allí a Julia. Siempre la notaba desganada, como preocupada porque alguien los viese.
Por supuesto, pensaba que Javier podía verla, allí, amando a otro hombre. Sería un engaño, a la vista de todos, una infidelidad mayor que cualquier otra existente. Mayor que la que ella cometió contra Octavio. No, Javier jamás podía saber que ella convivía con otro hombre, sería su ruina. Ella sentía que él se sentiría ofendido y que jamás volvería a hablarle. Pero, ¿no sucedía, acaso, que él ya no le hablaba? Sí, pero ella todavía no lo quería ver. Estaba demasiado ciega como para verlo. Pensaba que él nunca estaba en casa, que tenía problemas con el teléfono, que el cartero se había equivocado de dirección, que sus cartas habían regresado al correo de la ciudad. Nunca pensaba que él había decidido, en efecto, tirar sus cartas, colgar cada vez que escuchaba su voz.
-¿Javier?- su corazón latía con más fuerza que nunca. Y allí, en lugar de la voz carrasposa de Javier, sonaba una voz femenina que decía, “Disculpa, Javier está en la ducha, ¿quieres que tome tu nombre?
Grito ahogado. Colgó. Una mujer. ¿Quién era? Justo cuando alguien por fin atendía, ¿tenía que ser una mujer?  ¿Sería su mucama? ¿Su madre? No… Tenía una voz más juvenil. Era una mujer joven, sensual, esbelta, rubia, perfecta, hermosa. Todo lo que Julia no era.
Esa fue la última vez que llamó a Javier. Había comprendido que el hecho de que ella la había atendido era un llamado del destino, que le decía: “basta. Es suficiente. Para.”

martes, 9 de febrero de 2010

3

Se conocieron en la facultad de medicina. En primer año, sólo compartían una clase, pero él se sintió cautivado por su manera de caminar, de mover los cabellos, luego de un tiempo él se lo confesó. Pero nunca la amó, sólo amaba su cuerpo, cómo sabía manejarlo y cómo sabía hablar con él. Pero nunca su alma. Su alma no le llamaba la atención a Javier. Nunca lo haría, era demasiado excéntrica, demasiado estrafalaria. Quería atención a toda hora, atención que sólo Octavio supo darle, pero ella no supo apreciar, pues éste era demasiado simple, demasiado promedio. Ella necesitaba a alguien complicado, alguien como Javier, incapaz de amar.
Volviendo a nuestra historia, Octavio preparó café mientras Julia fumaba su último cigarrillo, lo apagó en la pared y lo tiró por la ventana. La pared contenía manchas innumerables de cigarros apagados, recuerdos de una vida transcurrida en ese apartamento. El primer cigarrillo encendido y apagado en esa pared fue cuando estrenó su departamento. Una fiesta con sus amigos, Javier incluido. Recuerda haberlo visto en un rincón oscuro, fumando un cigarro, con un whisky en la mano derecha. Se dirigió hacia la pared y lo apagó allí. Ella se sintió emocionada, algo excitada por su actuar. Sin que él supiese que lo había visto, lo imitó hasta el final de su estadía en ese departamento. En esa fiesta conoció a Octavio. Esa misma noche se acostó con él, y comenzaron a convivir. Pero continuaba viendo a Javier, hasta el episodio cuando él decidió dejar de responderle las llamadas, las cartas. La eliminó de su vida.
Octavio preparaba café. Julia se dirigió, con algo de resaca de la noche anterior, a degustar un café que sabía que sabría amargo. “Por favor, ¿puede ser algo de azúcar?” dijo de mala manera. Lo trataba cual sirviente. Él alcanzó el azúcar pensando, sin que ella supiese, en aquella fiesta donde la conoció.
Ella llevaba su vestido rojo que él luego supo desabrochar de la manera correcta. La primera vez que lo hizo falló tantas veces que creyó haber perdido el respeto de Julia. Y era verdad. Desde ese día ella lo llamaba “patético proyecto de persona”, las tres “P”. Su pelo en ese entonces era de color rubio. No sabía si era su color natural, nunca lo supo, pero verdaderamente parecía natural. Ese día también jugó con sus cabellos al amanecer. Ella lo siguió odiando, tanto como al momento de gritarle si no podía ser algo de azúcar. Octavio no pudo dejar de pensar ese día en el trabajo en ella, y continuó siendo así hasta el día que, corriendo, le alcanzó el azúcar.

miércoles, 3 de febrero de 2010

2

Él comenzó a jugar con su largo pelo, dibujando círculos en su cuero cabelludo, estaba intentando acercarse a ella, notaba que estaba enojada, aunque no sabía por qué. Muchas veces sentía el enojo de Julia sin razón, nunca se atrevía a preguntar por qué tenía esos humores, siempre lo atribuía a la regla, o al período de ovulación. Las hormonas. Cumplían para Octavio un régimen vital en la vida de Julia. No quería creer que haya agentes extraños en la vida de Julia, su único problema en la vida eran las hormonas.
Qué lejos de saber la verdad, puesto que el régimen vital en la vida de Julia era Javier. Su obsesión regulaba todo su obrar, se vestía de determinada manera en caso de encontrarlo por la calle.
Pero en ese momento se encontraba con Octavio, y debía ajustar su sistema a él. Éste seguía jugando con sus cabellos. “Insoportable” pensaba Julia, “insoportable y patético proyecto de persona”. Él sólo buscaba su aprobación, su cariño y su afecto. Julia, fría y calculadora – con todos menos con Javier – no podía dárselos. Se durmieron, él con la mano en sus cabellos, mientras ella soñaba que caminaba entre espejos rotos que reflejaban imágenes de una guerra entre dos países inexistentes.

La mañana aconteció como cualquier otra, no había nubes en el cielo celeste que amenazaba
Javier llevaba aquella chaqueta color marrón que olía tan bien, el aroma que emergía de su cuero encendía todas las pasiones de Julia, y hacía que desease amarlo más intensamente. Tenían una rutina. Se acostaban en la cama, se miraban, no se tocaban, apenas se rozaban. Alguno de los dos debía ceder, uno de los dos debía acercarse al otro para comenzar a amarse. Pero esta vez ella no sería, siempre era ella. Esta vez fue Javier, ella pensó, ingenuamente, que ese gesto sería el comienzo de una relación seria, duradera. No, era solamente porque hacía mucho que no se veían, y él la deseaba profundamente, más que nunca. Pero no la deseaba su parte emocional, sólo su parte física, aquella con la única que le demostraba las cosas. Él no amaba, solo actuaba, ella nunca lo supo diferenciar, ni siquiera todavía. Cuando por fin concluyó su ritual, mientras él se vestía, ella yacía desnuda sobre la cama, y pensando, musitó – pero lo suficientemente alto como para que él escuchase – “¿Cómo sigue esto?” Riendo él contestó, “No sigue”. Se callaron. Ella abrió la puerta del departamento, con el portero eléctrico abrió la puerta de calle, al grito de “Estoy abajo” de Javier. Nunca más hablaron.